Los ojos de mi hermano
Hace unos años renuncié a uno de mis placeres preferidos: mirar a los ojos a mi hermano. Lo hice cuando un terrible accidente con un caballo le arrancó de cuajo uno de sus ojos y a mi familia –también de cuajo- la mitad de nuestra felicidad. La otra mitad era que estuviera vivo y había que aferrarse a ella.
Después del incidente mi hermano nos dio lecciones a todos. La primera fue no tomar ninguna represalia con el animal que lo dejaba discapacitado a sus 24 años, ni siquiera deshacerse de él quiso, como le sugerimos. De hecho, sigue siendo la yegua preferida en su establo y sus hijas pequeñas las primeras palabras que aprendieron a decir fueron: papá, mamá y “mala”, el apodo que se le quedó a la potranca después de aquello.
Julito, el médico que atendió a mi hermano durante el proceso pre y
post operatorio decidió que la noticia de que no vería más de un ojo se
la diera un psicólogo, pero él que ya sospechaba le dijo en la primera
cita: “no se me ponga bravo, pero a mí no me tiene que convencer de
nada, estoy claro de lo que viene, pero estoy vivo y eso es suficiente.
Mi psicólogo soy yo”. Desde entonces también se convirtió un poco en el
psicólogo de todos nosotros.
Y aunque siguió adelante con su vida, trabajando como un mulo y dándome
sobrinos preciosos, usando gafas más para protegerse que por complejo,
yo nunca pude volver a mirarlo a los ojos. Él me hablaba y yo siempre
miraba al techo buscando las telas de araña. Me estrujaba demasiado el
alma entrarle de frente. Y siempre me quedó la duda de si él se daba
cuenta de eso… hasta hoy que supe que sí. Llegó y me dijo:
“lo siento, pero tienes que hacerlo porque quiero que me digas cómo me queda esto”.
Entonces me atreví… lo miré de frente y no supe distinguir entre el natural y el artificial… los dos perfectos, movibles… de un color caramelo luminoso. Y me puse a pensar en cómo de tanto repetir que en Cuba la salud es gratuita terminamos por dejar de calcular la magnitud de nuestra fortuna. Pensé también en mi tía que lleva más de nueve misiones internacionalistas haciendo milagros como estos en los más recónditos parajes del mundo. Y en cómo no hay salario que cubra la grandeza de los médicos cubanos que te devuelven -así de gratis- el placer de volver a acurrucarte en los ojos de tu “hermanito”, de casi dos metros de estatura.
Ahora estamos aquí reunidos en casa, como aquel fatídico día, llorando también, pero ahora de felicidad y deshaciéndonos de un montón de gafas que ya no vamos a necesitar.
Tomado de Islavisión